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jueves, 28 de octubre de 2010

PAPAS ALIÑÁS

Corría el mes de septiembre de 1531, principios de la primavera austral, cuando un bastardo y analfabeto extremeño, nacido en Trujillo,  enjuto y pendenciero espadachín llamado Francisco Pizarro Gonzalez cruzó los Andes, secuestró al indio Atahualpa, asesinó a su hermano Huascar, entronizó como emperador al traidor Manco Capac y obtuvo cantidades espeluznantes de oro; en resumen, colonizó Perú.

Pero lo más importante no fue eso, lo más destacado de su hazaña fue el descubrimiento de la patata.

Pizarro vio cómo aquellos pobres indios que vivían en condiciones climáticas extremas, sobrevivían comiendo unos pequeños tubérculos que sembraban entre las hendiduras de las rocas, en pequeñas mesetas que ofrecían las heladas cordilleras y en los lugares más insospechados e inaccesibles.

Poco tiempo después su cultivo empezaba a expandirse por el nuevo mundo, México, Antillas, etc., y un tratante de esclavos llamado Hawkins, llegó incluso a traerla a Europa, pero los irlandeses, católicos como nadie, tenían sus principios y el proyecto cayó en el olvido.

En 1560 los españoles la transportaron de nuevo al viejo continente y fue experimentada con gran éxito en los «Huertos Botánicos».

Poco tiempo después, medio Sevilla, la mayor ciudad de su época y de tantos otros  pueblos sevillanos y andaluces, en cuyos campos se estrenaba la primera versión del capitalismo agrario que el mundo conoció, tenia macetas de patatas adornando sus portales y fachadas, claro está, que de ahí a comerlas había un abismo.

Sin embargo debieron alertar a los hombres de ciencia. Se tiene constancia que desde la calle Sierpes (donde tenía su huerto a la altura del cronómetro) bajaba el Dr. Monardes al puerto, para recoger de las naves recién llegadas las simientes que, con paciente afán investigador, sembraba en el corazón de Sevilla y de cuyas plantas anotaba los usos y propiedades, porque los que las habían arrancado de su suelo se habían olvidado de anotar para qué servían o cómo se comían.

Pero aquellas plantas exóticas se fueron como vinieron, sin que los sevillanos volvieran a tener noticia de la patata hasta varios siglos después

Partieron rumbo a Italia, donde la corte de los Medicci, debido a su pasión por las trufas empezaron a consumirlas y a cultivarlas hacia 1588 llamándolas, tartufoli, algo así como trufillas, pero fue en la famélica Europa central donde empezó realmente su consumo, al principio como planta forrajera nada más, o como un "esnobismo» cortesano, como ocurriera en 1616 en que le fue servida al necio del rey Luis XIII y a su intrigante consejero el cardenal Richelieu; luego, a causa de las terribles hambrunas que asolaban los pueblos después de cada guerrita, empezaron a ser consumidas por los miserables agricultores alemanes.

Como es lógico, los franceses atribuyen su expansión al célebre primer farmacéutico de los ejércitos de Napoleón, Antoine Augustín Parmentier, pero esto no es más que otra payasada chauvinista de las muchas a las que nos tienen acostumbrados nuestros queridos vecinos gabachos.

En España la cosa fue más lenta y a pesar de haber sido los primeros importadores y aclimatadores, su cultivo nos llegó de rebote y gracias al eclecticismo de la casa de Borbón (tan ligada  después a Villamanrique de la Condesa) que veía cómo sus súbditos se morían de hambre sin que el Clero, propietario de las mejores tierras de cultivo moviese un dedo por paliar tanta miseria.

Tras el Concordato de 1737 empezó realmente la desamortización en toda Europa, menos en España, donde el clero defendía sus propiedades con uñas y dientes, teniendo que repetirse las disposiciones en 1745, 1756 y 1760. En 1763, Carlos III tiene que prohibir ya de forma tajante que “las manos muertas adquieran nuevos bienes para evitar que a título de una piedad mal entendida se vaya acabando el patrimonio de los legos” y son los políticos ilustrados, Campomanes y Jovellanos los que con sus obras “Tratado de la regalía de amortización" e “Informe en el expediente de la ley agraria" respectivamente, preparan el camino para que, medio siglo después, Mendizábal ejecutase a rajatabla las medidas tomadas en 1820 sobre la venta de fincas rústicas y supresión de órdenes religiosas, y con ella la liberalización del cultivo en gran parte de las tierras españolas.

Pero antes de este gran paso, tras la crisis cerealera de 1769 y la terrible plaga que diezmó su población activa, Galicia se moría de hambre y a pesar de opiniones sobre la patata, como la recogida en un documento eclesiástico fechado en 1771 en la «Mariña» lucense que decía: «... no tienen estimación, ni personas de conveniencia las gastaron para su alimento sino para la ceba de puercos», los pobre agricultores gallegos, influidos por las costumbres que traían los marinos ingleses hasta sus costas, trabajaron arduamente para que un siglo después la patata volviese a Sevilla para que su cocina se recreara en los guisos de lo que hoy consideramos un tipismo.

En  casi toda Andalucía, disfrutamos de un humilde pero sabroso plato llamado "papas aliñás" (patatas aliñadas). Se trata de una receta clásica de la gastronomía andaluza, que es muy corriente en los menús tanto de los bares, tabernas y restaurantes como de los hogares familiares.

Las "papas aliñás" necesitan muy pocos ingredientes para hacerlas: patatas nuevas, cebolla, perejil, aceite de oliva, vinagre y sal, aunque como en la mayoría de recetas tradicionales, hay muchas variantes, muchas veces para hacer un plato más completo, añadiendo por ejemplo atún en aceite, huevo duro, aceitunas, etc., etc. ...

La elaboración de las "papas aliñás" es muy sencilla y el secreto de su éxito está principalmente en:
1) La calidad de los ingredientes, que deben ser sobre todo frescos.
2) En el aceite, que debe ser de oliva virgen extra.
3) En la cocción de papas, que deben ser cubiertas de agua, una vez lavadas pero conservando su piel. Para que la cocción sea homogénea hay que elegir las patatas para que todas sean del mismo tamaño, estarán hechas en el mismo tiempo y cada bocado de la tapa o entrante será igual de exquisito.
4) Las papas se deben pelar, trocear y aliñar estando calientes, es de este modo como mejor adoptarán los sabores del aliño, y después hay que dejarlas enfriar.

Ingredientes:
• 1 k de patatas nuevas blancas, de tamaño pequeño
• 1 cebolla mediana
• Aceite de oliva virgen extra
• Sal gorda
• Vinagre de jerez.
• 1 ramita de perejil
• También admite, aunque no es imprescindible, huevo cocido y luego troceado, zanahoria cocida y luego cortada en rodajas y/o un poco de atún en conserva, que va estupendo a este aliño.

Elaboración:
El tamaño de las patatas debe de ser homogéneo para que el tiempo de cocción sea el mismo para todas.

Lavamos muy bien las patatas y las cocemos pero con la piel en una cazuela. Cuando empiece a hervir el agua, se baja la candela para que hiervan poco a poco y no se rompan. Cuando lleven 5 minutos hirviendo, se les echa un puñado de sal y se dejan a fuego lento hasta que estén cocidas (introducimos la punta de un cuchillo para saber si están en su punto).

Mientras, lavamos la cebolla, la pelamos y la cortamos en rodajas muy finas y picamos el perejil y reservamos.

Sacamos las papas una vez cocidas, y las ponemos sobre un escurridor y todavía calientes las pelamos quitándoles la piel con las uñas. La ponemos en una fuente amplia que se meterá en el frigorífico durante 1 hora.

Cuando estén frías, se cortan en rodajas de tamaños regulares.

Echamos las papas cortadas en una fuente grande, le añadimos la cebolla y el perejil que habíamos preparado antes.

Le añadimos el aceite de oliva y las "mareamos" acertadamente, sin prisas, despacio, a poder ser con cuchara de madera. Cuando veamos que ha quedado bien impregnado de aceite echamos vinagre poco a poco hasta que veamos que esta bien de sabor. El vinagre debe tener presencia en el paladar pero nunca protagonismo.

Revolver bien todo de nuevo para que se mezclen bien todos los ingredientes para aprovechar al máximo esta receta.

Es conveniente tomar esta ensalada a temperatura ambiente pero no fría del frigorífico, porque el exceso de frío hace que resta textura y sabor. Y a disfrutar  de un resultado gastronómico de alto nivel.

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